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Hispalis
Un poco menos de mes y medio habían estado Galerio y
Ulpio fuera de Hispalis. El regreso fue mucho más fácil que la ida y más
rápido. Los auxilia lusitanos volvieron a sus montes y a Aeminium con su tribu.
Su trabajo había sido ejemplar y su colaboración muy valiosa. Ambos tribunos
tuvieron motivos más que suficientes para descartar sus sospechas sobre la
fidelidad de Césaro y sus hombres. A principios de año se reunirían para iniciar
la más que probable campaña contra los mauri y el rey Bogud, si las informaciones proporcionadas por Lucio Naevio,
duunviro de Gades, no eran erradas y efectivamente se decidía esta vez a atacar
la Ulterior.
A su
llegada a Hispalis el legado de su legión, Tito Fabio Buteo, les recibió como
si regresaran de Farsalia. Él tampoco podía esconder su decepción al ver que
sus hombres y él eran relegados de la ocasión que las salvajes tierras del
norte peninsular les brindaban. Pero la obediencia y la jerarquía eran máximas
inviolables en el ejército de Roma y ningún gesto podía dejar entrever la rabia
que su corazón escondía.
Un par
de días pasó Marco Galerio en su campamento haciéndose cargo del acomodo de sus
hombres y sus monturas, reuniéndose con sus superiores, ocupándose de tareas
menores, pero necesarias para el buen funcionamiento de la unidad, embe-
biéndose de una rutina que ni deseaba ni le satisfacía. Prefería seguir con sus
hombres en algún campamento lejano, organizando estrategias de lucha o asedio.
Ante todo era un soldado y la inacción lo devoraba por dentro. Para él la
ciudad era un medio inútil donde sentía cómo su fuerza se marchitaba.
Los
rumores le llegaron tan rápido como el viento es capaz de hacer llegar el olor
a descomposición de los muertos en el campo de batalla. Al principio no sabía
muy bien a quién hacían referencia, dado que todos en el campamento evitaban
decirle a la cara lo que se murmuraba a sus espaldas. Fue Ulpio el que le trajo
las nuevas con todo su significado. Marco Galerio y Cayo Ulpio se encontraban
en el campo de entrenamiento, fuera del campamento, viendo entrenar a los
nuevos reclutas. El sol de la mañana por fin se había decidido a hacer algo más
que permanecer colgado en el cielo y un agradable calorcillo les envolvía. Cayo
le explicó que en la ciudad de Hispalis había una nueva sanadora, una esclava
que, en el patio de la casa de su amo, atendía a todo el que se lo solicitaba.
Estaba alcanzando una fama notable porque sabía más que los mejores médicos de
Roma y curaba lo que muchos habían sido incapaces de curar jamás. Su sabiduría
estaba llegando a ser legendaria y su fama flotaba en el aire de la ciudad como
si se tratara de un regalo de los dioses.
Las
palabras le llegaron a Marco Galerio al tiempo que una ira incontrolable le
hacía estallar el corazón y le nublaba la razón.
Ana. La
esclava.
No
tenía la más mínima duda, y Cayo Ulpio tampoco, que los rumores hacían
referencia a su nueva esclava y su misterioso don de sanar y de arrancar a los
hombres de las garras de la Parca. Ahora entendía la ausencia de Urso en el
campamento. Siempre que Galerio regresaba de alguna misión, Urso acudía a
facilitarle la labor de acomodo y se hacía cargo de sus armas, su loriga y
demás enseres de su uniforme. Esta vez no había sido así. Inicialmente pensó en
la posibilidad de que estuviera enfermo, como aquella vez que se había roto una
pierna al caer de lo alto de un muro que estaba reparando, o que se hubiera
ausentado para realizar alguna gestión en algunas de las poblaciones vecinas.
No. Estaba convencido de que Urso no había venido porque algo tenía que ver en
todo esto y así debía ser sin lugar a dudas, dado que en su casa no se hacía
nada en su ausencia sin que su esclavo lo permitiera.
—Marco,
no vayas a enfadarte ni a matar a nadie a latigazos hasta que sepas cómo son
los hechos.
A
Galerio lo que más le irritaba, más aún que lo que en su casa pudiera estar
sucediendo, era el tono condescendiente de su amigo. En el rostro de Ulpio se
dibujaba una estúpida sonrisa que lo único que le indicaba era que se estaba
divirtiendo sobremanera con sus problemas domésticos. No podía evitarlo pero la
ira le hacía cerrar las manos en férreos puños que casi poseían vida propia.
Era un esfuerzo sobrehumano el controlarlos.
—Según
me han contado, tu esclava visita sólo a otros esclavos, ésos que no tienen la
suerte de tenerte a ti como amo y que cuando enferman sólo les queda la opción
de morirse sin ensuciar demasiado y sin molestar a sus aristocráticos señores.
—Prefiero ignorar esos rumores que me haces llegar impelido, supongo,
por tu amistad hacia mí y no porque te haga una gracia enorme y te diviertas
con todo esto. Esperaré a regresar a mi casa y, entonces, sabré con certeza lo
que sucede.
La
sonrisa socarrona de Ulpio no desapareció con sus palabras y Marco sólo
consiguió perderla de vista cuando su amigo se mezcló entre los legionarios
novatos que hacían la instrucción, mientras les gritaba y les insultaba
poniendo en duda su habilidad y valor.
Esa
misma tarde Urso se presentó ante él. Con la misma falta de efusividad de
siempre y con el gesto contenido habitual, le dio la bienvenida. Afirmó que se
alegraba de su regreso y de que no hubiera sufrido ningún percance; Galerio no
dudó ni un instante de su sinceridad. El esclavo le ayudó a recoger sus
pertenencias; esa tarde se marchaba a su domus. No tenía misión alguna que cumplir por ahora,
excepto supervisar el entrenamiento de sus jinetes, pero ello no le obligaba a
permanecer en el campamento más tiempo. No existía nada anómalo en el
comportamiento de Urso salvo que eludía su mirada. Marco lo conocía a la
perfección. Eso indicaba que algo le incomodaba, pero que prefería no hablar de
ello.
—Me he
enterado de todo lo que está haciendo la nueva esclava en mi casa —dijo Galerio
sin dejar mostrar su enojo—. Nada más regresar a la ciudad los malditos
chismorreos se han ocupado de ponerme al corriente de los hechos.
—Lo sé.
Me he encontrado con Cayo Ulpio.
Urso
miraba, ya por fin, a Galerio a los ojos con una mirada desprovista de miedo o
desafío alguno. Lo único que reflejaba era la aceptación de algo inevitable;
mostraba resignación. Marco intentó manifestar una actitud severa en todo
momento. Se abstuvo de preguntar a Urso sobre lo que estaba pasando porque dio
por supuesto que la responsable de lo que pudiera estar aconteciendo era única
y exclusivamente la nueva esclava, que desde su llegada a la casa había
conseguido revolver la paz de la que tanto se vanagloriaba.
Cuando
sus cosas estuvieron recogidas se pusieron en camino hacia su casa en la
ciudad.
En
cuanto entró por la puerta indicó a Urso que quería hablar con Ana en el tablinum. Allí había sido en el último lugar donde
la había visto y donde la había reñido por el desagradable episodio con su tío.
«Últimamente se está volviendo una incómoda costumbre –pensó Marco intentando
controlar la ira—. Esta estúpida esclava se cree que puede hacer lo que le
apetezca en mi casa y no se lo voy a consentir».
—El amo quiere hablar contigo. Ahora.
Hipia y
Ana estaban limpiando dos gallinas para la cena. Ambas se encontraban de
espaldas, sentadas en un banco junto al hogar, echando en una saca las plumas
que más tarde limpiarían y aprovecharían para rellenar cojines y almohadas.
Hablaban de sus cosas y reían divertidas, cuando Urso irrumpió sin previo
aviso. Giraron la cabeza al mismo tiempo, sorprendidas. Hipia se puso en pie
como impelida por un resorte y se acercó al esclavo, preocupada.
—¿Con
quién quiere hablar el amo? –su voz mostraba angustia.
—Con
ella.
El
esclavo señaló a Ana con un movimiento de barbilla.
Hipia
miró a la mujer con aprensión. Urso tenía clavados sus ojos en Ana como dos
puñales. Ella seguía sentada; había girado la cabeza en un primer momento ante
la entrada de Urso, pero nuevamente volvió sus ojos a su labor y continuó
retirando plumas del animal muerto con dedos temblorosos y torpes.
—Ahora
mismo. Te espera en el tablinum.
Sin
mediar palabra, Ana se puso en pie. Se acercó a una artesa con agua y se lavó
las manos. Se secó con un lienzo y sin mirar a nadie ni decir nada salió de la
cocina con paso raudo camino de la sala en la que le esperaba el amo. No se
preocupó de que Urso o Hipia le acompañaran. No hacía falta que le indicaran
dónde estaba la sala, a esas alturas se conocía la casa como la palma de su
mano. De hecho su pequeño mundo se reducía exclusivamente a esa casa.
Ana
entró en la sala al mismo tiempo que Ulpio entraba en la misma por el acceso
que daba al peristilo; en el último momento, había decidido pasarse por la domus
de Marco a ver cómo resolvía el percance doméstico. La esclava se situó frente
a Marco que estaba sentado en una de las sillas con las piernas estiradas mientras
saboreaba algo que bebía de una copa de terracota. Dedujo que sería vino, el
mismo que se encontraba en una jarra que Ana había colocado en una mesita baja
junto a la pared una hora antes y que en ese momento se servía Cayo Ulpio sin
apartar ojo de ella.
Cuando
Marco Galerio la vio entrar le costó un titánico esfuerzo no dejar entrever su
sorpresa ante la apariencia de la esclava; pero aparecer turbado era lo último
que deseaba, necesitaba presentar un aspecto severo y duro frente a ella. Había
estado ausente sólo unas semanas, muy pocas para lo que era su deseo, y la
mujer había sufrido un cambio espectacular en su apariencia en ese mes y medio
escaso. El cabello, que siempre había parecido moreno, se mostraba ondulado y
rubio oscuro, le había crecido casi un palmo; se lo cubría a duras penas con un
paño, aunque varias ondas rebeldes se salían de donde se esperaba que
permanecieran y enmarcaban su cara. Sus enormes ojos, entre verde y marrón, no
mostraban ni el más mínimo atisbo de temor… ni de prudencia, dado que volvían a
mirar retadores a su alrededor. A Marco seguía sin parecerle guapa, la boca, ya
sin restos de heridas ni moratones, le parecía demasiado grande, los labios
gruesos, su rostro excesivamente anguloso. Pero irradiaba una seguridad que le
proporcionaba un digno porte que la embellecía, sin lugar a dudas. Galerio
apenas prestó atención a Ulpio que acercó una silla a la suya y se sentó con
lentos movimientos mientras observaba, analizaba más bien, los cambios operados
en el aspecto y la actitud de la esclava. Su gesto evidenciaba su sorpresa.
Si Ana
percibió la tensión que se había generado en la sala con su presencia, no lo
dejó entrever. Por el rabillo del ojo vio cómo entraban en el tablinum Hipia y Urso y se situaban un paso detrás
de ella. «Ya estamos todos, puede empezar la fiesta», estuvo a punto de decir
Ana, con una mezcla de amargura y enfado por su mala suerte. Hiciera lo que
hiciera siempre volvía a tener que comparecer ante este hombre de gesto adusto
y fiero, que no parecía en absoluto el dechado de virtudes que día a día Hipia
le dibujaba, describiéndole como un amo bueno y paciente, que se desvivía por
el bienestar de sus sirvientes. Una vez más se preguntó si sería verdad que él
fue su salvador en aquél mercado de Gades y una vez más se negó a creer que el
altruismo fuera el motivo que impulsó tan buenas acciones hacia su persona. En
el fondo de su corazón sentía cómo el amo destilaba hacia ella un desprecio que
no llegaba a entender y que le revolvía las entrañas, obligándola a rebelarse
contra su suerte. Esa actitud altanera y prepotente por parte de Marco Galerio,
que dirigía directamente hacia ella y hacia nadie más, la impulsaba a la
desobediencia y a mostrar un orgullo nada oportuno dado su situación, según le gritaba
una vocecilla en algún rincón de su cabeza. Sin el más mínimo atisbo de
prudencia, se dedicó a devolver a Marco la mirada que en ella depositaba.
El
silencio en la sala era atronador.
—En
Hispalis todo el mundo habla de ti.
El esfuerzo
que Galerio realizaba por contener su ira era evidente en el temblor de su voz
y su ronco tono. Los nudillos de su mano aparecían blancos al cerrarse sobre la
copa.
Ana no
dijo ni hizo nada. Sus ojos seguían clavados en los de él.
—Mi casa
está en boca de todos y se habla de la esclava que sana lo que nadie más puede.
Silencio.
Marco
suspiró enfurecido. La esclava, entendiendo que el hilo estaba a punto de
romperse, bajó la vista por primera vez. Su soberbia había sido desplazada por
el temor que ese hombre le inspiraba. Tenía muy claro que lo que hacía en el
patio estaba bien, que ayudaba a muchos esclavos enfermos, incluso moribundos,
que a nadie importaban. Pero no sabía cómo defenderse sin acusar a Hipia o al
mudo consentimiento de Urso.
Marco
dejó la copa y se puso en pie tan rápidamente que los tres esclavos dieron un
paso atrás. En dos zancadas se colocó a un palmo escaso de Ana y acercó su
rostro al de ella, amenazante. Ana sintió cómo le temblaban las piernas, las manos,
la cabeza. El amo era mucho más alto que ella y dos veces más corpulento, pero
no era eso lo que más la acongojaba: se había encorvado en parte para llegar a
la altura de su cara y la actitud era de violencia contenida, como la de un
animal. Consciente de que no podía enfrentarse a quien siempre tendría las de
ganar, Ana bajó la cabeza, esperando el golpe que no tardaría en llegar.
Ulpio
se puso en pie con gesto preocupado. La escena ya no era tan divertida como
pintaba en un primer momento; Marco estaba más enojado de lo que se había
pensado y podría salir por cualquier lado.
—¿Quién
te crees que eres para convertir mi casa en un mercado? ¡¿Quién?! –gritó
Galerio.
Ana
encogió los hombros a modo de protección ante los gritos y siguió callada.
Ulpio se acercó a su amigo.
—¿A qué
derecho te acoges para hacer lo que haces sin mi permiso? –A Marco le faltaba
el aire para respirar, estaba rojo de ira— ¿Quién te ha dicho…?
—¡Yo!
Era
Hipia la que había gritado más que hablado.
Hipia
dio un paso adelante con el gesto demudado por el temor. Todos los ojos, menos
los de Ana, se dirigieron a ella.
—Yo le
pedí que ayudara a los esclavos enfermos –su voz tem- blaba penosamente, las
lágrimas corrían por sus arreboladas meji- llas—. Ella sabe mucho, se podría
decir que los dioses le han dado un don. Se corrió la voz por la ciudad cuando
salvó al noble Cayo Galerio y muchos me pidieron que le preguntara si ella… si
ella podría ayudarlos.
Los
sollozos a duras penas contenidos se transformaron en llanto y en hipo, aunque
Hipia no dejó que esto la detuviera.
—Tú
eres un buen amo, generoso. Un amo bueno. No todos tienen esa suerte y yo creí
que no te… Cuando se lo pedí a Ana, ella se negó porque pensó que no te gustaría,
que te enfadarías una vez más con ella, que era preciso tu permiso, pero yo la
convencí... Le expliqué la penosa situación de muchos de ellos. Y ella accedió.
El
gesto de Marco era de estupor. Miraba a Hipia como si la viera por vez primera.
Ana, tan cerca de él que podía sentir su calor, su olor, permanecía con la
cabeza baja, los ojos cerrados, las lágrimas corriendo por sus mejillas.
Galerio entendió la situación; lanzó una intensa mirada a Urso que recibió el
fuego de sus ojos con gesto sereno. Sin pronunciar sonido alguno, Marco
preguntó a su apreciado esclavo y él asintió con un escueto movimiento de
cabeza. Ya estaba todo explicado y Ana aún no había dicho una sola palabra.
Galerio
bajó los ojos hacia la mujer. Ella sentía su agitada respiración, su lucha por
controlar la ira y, aterrorizada, permaneció aún con la cabeza baja.
—Parece
que ya está todo aclarado.
El
agradable tono de voz de Ulpio sirvió de bálsamo apaciguador, que rebajó en
gran medida la tensión que se respiraba en esa sala. Marco aprovechó el punto
de ruptura que su amigo le había brindado y retrocedió un par de pasos, pero no
apartó la mirada de la esclava.
—¡Mírame, mujer!
Ana
levantó el rostro, aunque mantuvo los ojos bajos. Le humi- llaba sentirse
tratada como una cosa. Ni siquiera se dignaba a llamarla por su nombre que ya
conocía de sobra.
—¿Cuántos esclavos recibes al día?
El
tono, ahora más relajado, de Marco animó a Ana a volver a mirarlo. Él no pudo
evitar un escalofrío cuando sus bonitos ojos se posaron en los suyos. Ya no
eran retadores, buscaban conciliación y paz. Brillantes por las lágrimas le
parecieron hermosísimos.
—De
ocho a diez, depende del día —contestó Ana en un susurro.
Aunque
intentó con todas sus fuerzas proporcionarle a su voz la fuerza que poco a poco
volvía a fluir por sus venas, no pudo evitar que le temblara. Ulpio apareció
nuevamente en su campo de visión, tras Galerio, y su penetrante mirada ayudó a
robarle el escaso aplomo que había recuperado. Ese hombre la miraba de una
forma que la desarmaba, la aniquilaba con esa extraña mezcla de curiosidad y
bravuconería.
—¿Cobras por tus servicios? –preguntó nuevamente Marco.
—Nada
en absoluto, aunque algunos me han hecho algún pequeño obsequio de
agradecimiento. Cosas sin valor.
—¿Cumples con las obligaciones que te corresponden en la casa?
—Se
levanta antes que nadie para que le dé tiempo a todo. Nunca ha dejado nada por
hacer.
A todos
les sorprendió la intervención de Urso con su voz tranquila, grave, pausada.
Marco
avanzó, una vez más, un paso hacia Ana que hizo grandes esfuerzos por
permanecer serena, inmutable.
—Jamás
te acercarás a persona libre alguna, sea ciudadano romano o no. Jamás cobrarás
por tus servicios. Jamás postergarás tus obligaciones para atender a nadie.
Tendrás que hacerlo de tal forma que, mientras yo esté en esta casa, ni me
entere de trasiego alguno de esclavos ni de sus chácharas ni de sus ruidos.
¿Está suficientemente claro?
—Sí, lo
está.
Marco
observó el sutil cambio que había sufrido la expresión de Ana. Su rostro
brillaba con una contenida alegría que se apreciaba por el brillo de miel y
musgo de sus ojos. Se sorprendió observando un mechón de ondulados cabellos que
se le había quedado enganchando en las pestañas y que se movía al ritmo de su
pausado parpadeo. Contuvo el necio impulso de apartarlo. Galerio cerró los
ojos; se sentía cansado, abatido, y sólo se le pasaban por la cabeza ideas
estúpidas. Se giró y dio la espalda a los esclavos. No se le escapó el gesto de
preocupación de Ulpio y la intensa mirada que dirigía a la esclava.
—Ahora
vete. ¡Idos todos a cumplir con vuestras obligaciones! –chilló Galerio.
Hipia,
Urso y Ana se marcharon en silencio. Nadie pudo ver la mirada de complicidad y
la sonrisa de alegría que compartieron
las dos mujeres camino de la cocina. «Sí –pensó Ana—, una vez más he salido
bien parada, pero este hombre me odia a muerte y a la primera oportunidad que
tenga me hará pagar todas mis pequeñas victorias». Tampoco podía dejar de
pensar en cómo se las apañarían a partir de ese día para esconder sus salidas,
muchas de ellas nocturnas. Llevaba ya siete u ocho partos difíciles en los que
había tenido que acudir a la casa de la parturienta y estar ausente varias
horas, sin contar las visitas a los moribundos. Mientras que el amo había
estado fuera, la cosa no había sido difícil de solventar, pero ahora que estaba
en la casa la cuestión tomaba un cariz distinto. «Estoy metida en un buen lío y
no veo cómo voy a poder poner solución a esto. No puedo demostrar que soy una
persona libre; sin pruebas ese hombre jamás me dejará libre así como así y,
ahora menos que nunca, después de dos partidas ganadas a su soberbia. No hay
vuelta atrás y esto sólo puede ir a peor».
Urso
salió al patio sin decir palabra. Hipia se dispuso a preparar la cena. Ana se
sentó en el banco y terminó de desplumar las gallinas; suspiró profundamente
intentando controlar el miedo que le atenazaba el corazón. Decidió que lo mejor
era volver a sus quehaceres. Estar ocupada y no pensar demasiado, porque lo que
tuviera que suceder, sucedería.
En el tablinum Marco se llenó hasta arriba la copa con perfumado vino y la vació de
un solo trago. Cayo Ulpio, a su espalda, daba pequeños sorbos del suyo.
—Marco,
no entiendo por qué odias tanto a esa mujer.
—Estás
equivocado, no la odio.
La
tensión y el agotamiento transformaron su voz en un ronquido profundo, casi
cavernoso. Volvió a llenarse la copa y se sentó junto a su amigo.
—Esa
mujer tan extraña y tan soberbia, me reta constantemente con su actitud, con su
porte altanero.
—Se
comporta como lo que ella afirma que es: una persona libre.
Marco
soltó una cínica carcajada.
—¡Hasta
hace poco no recordaba ni su nombre y ahora resulta que recuerda, sin ninguna
sombra de duda, que es una persona libre!
—Urso
me contó que todos los indicios…
Marco
se puso en pie irritado.
—¡Deja
ya de hablar de cuestiones estúpidas, Ulpio! No entiendo qué le ves a esa
esclava para que la defiendas tanto.
Cayo
Ulpio se levantó y se acercó a su amigo.
—¿Por
qué no me la vendes?
Galerio
dibujó en sus labios algo parecido a una sonrisa, pero sus ojos permanecieron
tan vacíos como un pozo seco.
—Sí,
quizá esa sería la mejor solución: perderla de vista –aún sonriente palmeó
afectuosamente el hombro de Ulpio—. Déjame que me lo piense. En unos días
hablamos.
Marco
volvió a vaciar de un trago su copa.
—Supongo que te quedas a cenar conmigo.
—Por
supuesto, amigo –dijo Ulpio con tono desenfadado—, jamás me perdería un guiso
de Hipia; los dioses no me lo perdonarían.
Ambos
rieron y se dirigieron al triclinio.
En los
últimos tiempos a Ulpio ya no le gustaba tanto compartir sus ratos de
esparcimiento con Marco Galerio. Se había vuelto huraño, de agrio carácter,
desagradable cuando bebía, lo que era cada vez más frecuente. Consideraba la
posibilidad de que los acontecimientos de cuatro años atrás hubieran dejado más
huella de la que en apariencia se apreciaba. Pero también consideraba como más
que probable que la nueva esclava tuviera algo que ver en lo que le sucedía. La
mujer le retaba constantemente con su actitud, jugaba con un fuego que podía
abrasarle las manos, aunque hoy había comprobado cómo ella se había batido en
retirada, con una acertada prudencia, cuando Marco estaba a punto de perder el
control. Había sido un episodio desagradable, casi ridículo.
No. Hoy
no era el día que más le apetecía compartir cena con su amigo y, sin embargo,
se quedaba. La excusa podrían ser las sabrosas viandas que Hipia preparaba,
pero no lo era. Ulpio debía reconocer que en el fondo de su corazón ansiaba
volver a ver a Ana, aunque sólo fuera un instante.
Su traje de novia era muy bonito. Sonreía y era
feliz. El cabello, recogido en un hermoso peinado, aparecía decorado con flores
frescas que llenaban su espíritu con su agradable aroma. Varias mujeres
revoloteaban a su alrededor acicalándola y gastándole bromas subidas de tono,
mientras sus risas llenaban de ecos cantarines la habitación. Por la ventana el
cielo era azul, luminoso. Un relámpago lejano anunció la tormenta que se
acercaba. Entonces, negras nubes apagaron el sol, tiñendo la escasa luz de
matices grisáceos. Las flores de su cabello se marchitaron. Su bonito vestido
se tornó negro y hediondos jirones cubrieron su cuerpo. Sintió un intenso dolor
en el vientre. Con las dos manos se palpó el prominente abdomen que se contraía
brutalmente en unas insoportables sacudidas. Quiso pedir ayuda a las mujeres
que con ella estaban, pero cuando miró a su alrededor todas habían
desaparecido. Las piernas le flaquearon haciéndola caer al suelo y el dolor
llegó al límite de lo que podía aguantar. Su vientre se rasgó de lado a lado.
La sangre manaba a borbotones. «¡Voy a morir y mi pequeño también!». Cerró los
ojos y sintió una brutal sacudida. Cuando se atrevió a mirar el fuego lo
rodeaba todo, el humo no la dejaba respirar y el cuerpecito de su pequeño
descansaba sobre su regazo, inerte y frío. Lloró desesperadamente, sin embargo,
de sus ojos no brotó ni una lágrima. Varias voces lejanas la llamaron; decenas
de manos aparecieron a su alrededor invitándola a asirlas y a salir de ese
infierno, pero ella sólo quería llorar y que su pequeño volviera a abrir los
ojos…
Un grito
desgarrador.
Ana se
despertó sobresaltada. Estaba empapada en sudor, temblorosa. Se incorporó y se
palpó el rostro que encontró húmedo y pringoso. Esta pesadilla había sido mucho
peor que todas las que plagaban sus sueños noche tras noche… ¡Había sentido
tanto dolor, tanta angustia, era todo tan real! Se palpó el vientre con la
aprensión de encontrarlo desgarrado. Se levantó la camisa y buscó en la piel
alguna cicatriz, alguna marca. Apenas había luz y no pudo apreciar nada
extraño. Se tumbó, dejándose caer agotada.
Cerró
los ojos esforzándose por recuperar la calma. Las imágenes volvían nuevamente
en toda su crudeza, plagadas de detalles, de olores, de sonidos. «Esto no es
una pesadilla –pensó horrorizada—, esto lo he vivido de verdad, sea lo que sea
lo que representa»
El
sueño esa noche no volvió a buscarla. Tras la oscuridad de sus párpados sólo
veía la carita de un precioso niño.
«Mi
hijo»
Gracias al jabón y a la lejía que había elaborado
con cenizas, la tarea de lavar la ropa era bastante llevadera. Los primeros
días se le llenaron las manos de heridas y grietas y el dolor llegó a ser
insoportable porque, aunque el jabón funcionaba, frotar había que frotar para
que algunas manchas desaparecieran. Por la noche se las envolvía en lienzos
impregnados de aceite de oliva y vinagre, pero al día siguiente, al retomar su
tarea, volvían a sangrar y a dolerle. Según fueron pasando los días, la piel se
le curtió y ya no era tan frecuente que se le abrieran grietas. El problema
entonces fue el frío. Para poder atender a los esclavos que empezaban a
aparecer por el patio hacia media mañana, debía iniciar su trabajo nada más
salir el sol, por lo que el aire frío de esas horas le cortaba, incluso, la
respiración y le convertía las manos en dos trozos de madera insensibles, lo
que dificultaba su labor. Eso sí, según iba lavando y frotando entraba en calor
y raro era el día que no terminaba sudorosa y arrebolada por el esfuerzo.
La
noche casi en vela que había pasado después de despertar por las pesadillas le
robó la vitalidad de la que disfrutaba cada día. Era eso lo que la tenía tan
abatida o quizá el hecho de saber que el amo se quedaría en la casa durante un
tiempo indefinido, ya que hasta principios de año no tenía obligaciones con su
legión. Varios problemas se arremolinaban en su cabeza y le quitaban la
serenidad de la que había gozado varias semanas.
Dos
piezas de ropa le quedaban por aclarar. Como eran blancas, las metería en lejía
para que desapareciera el tono amarronado que le daba el uso. Aún de rodillas,
las escurrió retorciéndolas para quitar el exceso de agua.
—Sí que
empiezas temprano a trabajar.
Ana dio
un respingo y soltó un exabrupto en su idioma por el susto, al tiempo que se
giraba hacia el origen de la inesperada voz y se llevaba una mano al pecho. La
risa de Ulpio no tardó en llenar la mañana, un sonido agradable en medio de
tantas preocupaciones que abarrotaban su corazón. La mujer se puso en pie y recogió
las prendas del agua. Ganas le daban de golpear al hombre con una de ellas en
la cara por haber tenido la mala idea de asustarla. Aún sentía el corazón en la
garganta por la impresión. Por allí casi nunca iba nadie, ni siquiera Hipia o
Urso.
—No
tengo ni idea de lo que ha salido de tu boca, pero por el tono y tu ceño,
juraría a que ha sido algo nada digno de una señora.
Ana
notó cómo su enfado crecía al mismo ritmo que la sonrisa aumentaba en esa cara
de hombre-libre-rico-satisfecho-de-sí-mismo.
—Esta
marca en mi brazo –se señaló la marca de esclava— indica que no lo soy, por lo
tanto puedo decir lo que me de la gana. Además no creo que ninguna señora tenga
que lavar la mierda de otros en un río helado y de rodillas.
Ulpio
se rió nuevamente.
—Veo
que tanto en tu lengua como en la nuestra encuentras siempre la palabra
adecuada para cada momento.
La
esclava se dispuso a coger la cesta con la ropa ya lavada, pero Ulpio se
interpuso en su camino. Ella le miró. Él aún sonreía, aun- que, lejos de ser un
gesto socarrón o cínico, era una sonrisa que pretendía mostrara sus amistosas
intenciones. Aún así, Ana desconfió.
—No
quiero burlarme de ti –Cayo dio un paso atrás intentando mostrar una actitud
conciliadora—. Siento por ti un respeto que no sentiría jamás por muchas
aristocráticas señoras de esta ciudad ni de Roma, créeme.
Ana
ignoró sus palabras y, dando un amplio rodeo alrededor de Ulpio, tomó su cesta
del suelo, añadiendo las dos prendas de ropa. Sin volverse hacia él, tomó
camino hacia la casa. Cayo la siguió dos, tres pasos.
—Me
pareces una persona muy interesante y estoy convencido de que eres una mujer
libre –Ana se detuvo pero no se giró. Cayo se animó—. Sólo hay que verte cómo
hablas, con qué aplomo te mueves, con qué confianza miras a los ojos de los
demás. Lo haces como alguien habituado a ello.
Ella
seguía de espaldas.
—¿Y de
qué me sirve que tú me creas? No eres mi amo.
Ulpio
se acercó a ella por detrás.
—Marco
Galerio es mi mejor amigo. Habrás visto que cuando le hablo me escucha, que
consigo que apacigüe un tanto su enfado.
Ana se
volvió y le miró directamente a los ojos.
—¿Qué
quieres de mí?
Ulpio
le ofreció su mejor sonrisa que a ella se le contagió pero que se esforzó por
contener.
—Sólo
me gustaría hablar contigo, quizá ser tu amigo, como lo son Urso o Hipia.
—El
amigo de los esclavos. Seguro que te gusta repetírtelo todos los días cuando el
sol se pone y te vas a dormir.
Por
primera vez, Ulpio no supo qué decir. Ella se envalentonó. Dejó la cesta en el
suelo sin dejar de mirarlo y tomó aire.
—Sólo
te mueve una morbosa curiosidad, lo veo en tus ojos. Te preguntas qué clase de
mujer soy, de dónde vengo, quién soy. Te divierte muchísimo ver cómo me
enfrento a… al amo, pero me ves como si fuera un animal extraño; asistes a los
juicios a los que tu gran amigo me somete como el que acude al circo. Yo no
necesito a alguien como tú. He entendido que estoy sola, no me tengo ni a mí misma.
Estoy a la mitad, no me recuerdo, no me reconozco y sufro por ello. Y eso no
parece importarle a nadie y menos a ti. Tú sólo buscas en mí diversión.
Sin
poder vencer el impulso, Ulpio la cogió por un brazo, enfadado. Apretó
demasiado, sin desearlo. Ella se retorció intentando desasirse y evitando con
todas sus fuerzas soltar un lamento de dolor; en ningún momento apartó su
mirada de los ojos de él. La rabia superaba cualquier otra sensación. El
forcejeo sólo duró un instante y, por fin, Ulpio soltó su presa.
Ana
cogió nuevamente su cesta con una rabia contenida. Se moría de ganas de
masajearse el dolorido brazo que le latía intensamente, aunque antes prefería
caer muerta que mostrar el daño que le había hecho. Sentía la garganta prieta
por el llanto, pero respiró hondo. Él la miraba con cierto arrepentimiento que
fue rápidamente superado por el orgullo con el que inmediatamente brillaron sus
ojos.
Ella se
aclaró la garganta, tomó aire y le espetó con ironía:
—¿Ves?
No te necesito. Si buscara a alguien, que no lo busco, sería una persona que
creyera en mí y en mi condición de libre. Tú dices creerme, pero en cuanto te
hablo como si lo fuera no dudas en hacerme volver al lugar que todos vosotros
me habéis asignado. Y te aseguro que ese no es mi sitio.
Ulpio
avanzó un paso hacia ella.
—No
estoy acostumbrado a que me hablen como lo haces tú. Pocas mujeres se comportan
o hablan como tú.
El tono
de voz de Cayo ya no era relajado ni divertido. Sus ojos se habían oscurecido
al apagarse en su rostro su sonrisa.
—Marco
Galerio tampoco acepta ese tono. Ninguna persona libre lo aceptará. Eso debes
comprenderlo. No sé de donde vienes ni cómo son las costumbres de tu pueblo,
pero no está de más que aprendas cómo son las costumbres en Roma. Conseguirías
mucho más de Galerio –prosiguió con un tono más suave, una sonrisa nuevamente
asomando en sus labios— si no fueras tan altanera ni tan soberbia ni tan
contundente. Ponle algo de miel a tus palabras, no invites a la guerra con tus
ojos y Marco será más benévolo. Cualquier otro en su lugar ya te habría
arrancado la piel a latigazos, no lo dudes.
—Me
dices que me comporte como una esclava…
—Te
digo que te comportes como una mujer romana de buena cuna y exquisita familia.
Ulpio
sonrió. Sus ojos volvieron a brillar entre azul y verde.
Se
miraron durante un instante. Ana sopesó sus palabras y no pudo contener una
sonrisa contagiada por la de él. Parecía tan sincero que necesitaba creerle.
—Quizá
tengas razón.
—La
tengo. La tengo, no lo dudes.
Ana se
volvió y caminó varios pasos hacia la casa, creyendo la conversación por
finalizada.
—Es
cierto que siento curiosidad por ti –dijo Ulpio; ella detuvo sus pasos una vez
más y se giró—, ya has visto que no es muy habitual encontrar a nadie como tú
por aquí. Sin embargo, no creo que eso deba ser algo que te produzca rechazo.
Yo puedo serte muy útil.
Ella le
miró, aunque no dijo nada. Él avanzó un poco más.
—Es
cierto también que has tenido suerte de encontrar en tu camino a alguien como
Marco Galerio. Pocos hay como él. Pero… pero no puedo dejar de pensar qué
habría pasado si el que te hubiera encontrado en ese mercado de Gades hubiera
sido yo y no él.
No pudo
interpretar su gesto ni la expresión de sus ojos. Ana estaba desconcertada.
Quizá estaba jugando con ella y no entendía las reglas.
Suspiró. Prefirió ser prudente.
Aseguró
la cesta en su cadera, se volvió y continuó su camino hacia la casa sin añadir
nada más. Porque nada de lo que se le ocurría sería bien recibido por un hombre
como él. Necesitaba un aliado, alguien en el bando de los ganadores que le
indicara el camino. Mejor éste que ninguno. Por eso era mejor no añadir nada
más.
Ulpio
vio cómo se alejaba Ana hacia la casa. La mujer se había permitido la última
desfachatez: la de marcharse sin despedirse con respeto como era esperado,
dándole la espalda. Se agachó y tomó unas piedrecillas del suelo que lanzó al
arroyo sin dejar de sonreír y sin saber qué pensar de una mujer tan extraña.
Ni Ana
ni Ulpio se dieron cuenta de que alguien los miraba. Desde el otro lado del
arroyo, tras un pequeño grupo de árboles, Urso les observaba sin perder
detalle.
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